Aquí huele a familia

Aquí huele a familiaMi padre tenía un Seat Panda precioso, rojo cereza, que se convirtió durante años en el talismán de la familia, y en el protagonista de viajes y encuentros familiares. Uno de esos grandes momentos, que recuerdo con nostalgia, es la cantidad de carne que comprábamos un viernes de enero a la salida del colegio. Nuestros padres nos venían a buscar con el Seat Panda para comenzar un fin de semana de lo más gastronómico: hacer chorizos y adobar lomos y costillares en la casa de los abuelos, en un pueblo de la montaña segoviana. ¡Un milagro! A contrarreloj, el trabajo en cadena y sincronizado, daba como resultado un museo con olor a orégano y pimentón. ¡Ah! Y siempre quedaba carne para pasarla por la sartén. Mi abuelo y yo nos relamíamos el domingo.

Antes de abandonar el pueblo, los chorizos, los lomos y los costillares adornaban el portal helado de la casa familiar para su curación. Después de unas semanas, esas piezas caerían troceadas en ollas, llenas de aceite. De esta manera, la merienda de los veranos estaba más que garantizada. Eran otros tiempos.

El pueblo ha sido siempre el lugar perfecto para disfrutar de las cosas más cercanas: la leche, los huevos que íbamos a buscar al gallinero, ver cómo esquilaban las ovejas, el pan en el bar de Enrique, los guisantes del “prao Carrabilla”, los paseos al río donde bebían las vacas, la dehesa, refugio de los jabalíes, y un largo etcétera de anécdotas entrañables.

A la mente también me viene el té nocturno, cómplice de veladas interminables en la puerta de casa, que crecía, y aún sigue creciendo, en las plantas de hierbabuena que mis abuelos cuidaban en el corral. Mi tía continúa siendo la experta en rescatar la planta olorosa para disfrutar de la infusión en cualquier parte. Ese aroma, estemos donde estemos, siempre nos transporta a las
noches de verano, donde la familia se reunía con vecinos para dilatar la hora de dormir.

En mi familia siempre nos ha gustado “fabricar” cosas. De la huerta, mi padre traía siempre unos tomates gigantes, y en casa nunca faltaban las judías verdes, las patatas, los pimientos, los guisantes o las lechugas. Mi madre, por otra parte, la reina de la repostería casera: flanes, leche frita, rosquillas, bizcochos y tartas de manzana, que, hasta el momento, nada tienen que envidiar
a los postres de populares pastelerías. Y de vez en cuando jabón de trozo, que como dice mi madre, lo cura todo. También recuerdo la mermelada de ciruela, de mora, y las conservas de tomate o los botes de orégano en los armarios de la cocina.

Pero las reuniones familiares son siempre las grandes citas gastronómicas, sobre todo cuando se cocinan platos típicos de otros países. Es una suerte tener familia de lugares dispares, se aprende mucho y se come fenomenal.

Lo mejor de todo es que luego conoces a otras familias que también practican el #sabordeproximidad. Y te regalan miel de sus colmenas, vino de sus lagares, atún embotado o pimientos en conserva para acompañar guisos. Otro placer es cuando alguien de casa te ofrece pan recién hecho o un trozo de empanada casera. ¡Delicioso!

Lo artesano y el consumo local han sido siempre valores que han rodeado a mi familia. A día de hoy, seguimos creando productos, comprando en pequeños comercios y disfrutando de lo artesano. Un consejo: el consumo de proximidad une, protege, fortalece la amistad, el asociacionismo, la economía local y sobre todo… nos hace un poco más felices!

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